En la dorada tarde
navegamos lentamente;
pues unos brazos inhábiles,
manejan nuestros remos,
y unas manitas pugnan en vano
por guiar los vagabundeos.
¡Ah, Trinidad cruel! Pedir,
en esas horas de sueño,
un cuento a un aliento demasiado débil
para agitar la más leve pluma.
Pero ¿qué puede una pobre voz
contra tres lenguas juntas?
Prima, imperiosa, lanza
su edicto: «A empezar»;
en tono más dulce, Secunda, solo pide
«que sea un sinsentido»,
mientras Tertia interrumpe
sólo una vez por minuto.
Luego, llegado el silencio,
siguen imaginariamente
a la niña soñada en un país
de extrañas maravillas,
locuaz con bestias y pájaros...
y medio se creen que es realidad.
Y cada vez que se secaban
las fuentes de la fantasía,
y la voz cansada quería débilmente
diferir el relato:
«El resto para la próxima vez». «¡Ya es
la próxima vez!»,
exclamaban las voces felices.
Así surgió el País de las Maravillas;
así, uno a uno,
se fueron forjando sus hechos extraños;
y ahora el cuento se acabó.
Y, alegres tripulantes, ponemos rumbo a
casa
bajo el sol de la tarde.
¡Alicia! Toma este cuento pueril,
y con mano bondadosa,
ponlo donde los sueños de la
Niñez se trenzan
con la cinta mística de la Memoria
como marchita corona de peregrino,
de flores
cortadas en un lejano país.
CAPÍTULO I
Por la Madriguera del Conejo
Por la Madriguera del Conejo
Alicia empezaba a estar muy cansada
de permanecer junto a su hermana en la orilla, y de no hacer nada; una vez o
dos había echado una mirada al libro que su hermana estaba
leyendo, pero no traía estampas ni
diálogos; y «¿de qué sirve un libro», pensó Alicia, «si no trae estampas ni
diálogos?». Así que estaba deliberando en su interior (lo mejor que podía, ya
que el día caluroso la hacía sentirse muy soñolienta y atontada) si el placer
de trenzar una cadena de margaritas merecía la molestia de levantarse a coger
las margaritas, cuando de pronto
llegó junto a ella un conejo blanco de ojos
rosados. No había nada de
particular en aquello; ni consideró Alicia que fuese muy excepcional oír al
Conejo decirse a sí mismo: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado
tarde!» (al pensar en ello más tarde, se le ocurrió que debía haberle extrañado
una cosa así; sin embargo, en aquel momento le pareció la mar de natural); pero
cuando el Conejo se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo consultó, y
luego reanudó apresuradamente la marcha, Alicia se incorporó de un brinco, ya
que se le ocurrió de pronto que jamás había visto un conejo con un bolsillo de
chaleco, o con un reloj que sacar de él; y, muerta de curiosidad, echó a correr
tras él por el prado, justo a tiempo de ver cómo se metía por una gran
madriguera bajo el seto.
Un instante después se coló Alicia
también, sin pararse a pensar cómo saldría. La madriguera siguió recta como un
túnel durante un trecho, y luego torció hacia abajo
tan bruscamente que Alicia no tuvo
ni un momento para pensar en detenerse antes de
caer, por lo que parecía un pozo
muy profundo.
O el pozo era muy profundo, o ella
caía muy despacio; porque tuvo tiempo de sobra, mientras descendía, para mirar
en torno suyo, y preguntarse qué ocurriría a continuación.
Primero, trató de mirar hacia abajo
para averiguar hacia dónde iba, pero estaba demasiado oscuro para ver nada;
luego miró las paredes del pozo, y observó que estaban llenas de alacenas y
anaqueles: vio mapas aquí y allá, y cuadros colgados con escarpias.
Cogió un tarro de uno de los
anaqueles al pasar; en la etiqueta ponía: «MERMELADA
DE NARANJA», pero para su
desencanto estaba vacío; no quiso soltar el tarro por temor a matar a alguien
de abajo, así que se las arregló para meterlo en una de las alacenas al pasar
ante ella en su caída.
¡«Vaya», pensó Alicia para sí,
«despuésde una caída como ésta, rodar por una escalera
no me va a parecer nada! ¡Qué
valiente van a pensar que soy, en casa! ¡Bueno, incluso
si me cayese del tejado, no dirían
nada!» (cosa que era lo más probable).
Siguió cayendo, cayendo, cayendo.
¿Es que la caída nunca iba a tener fin? «Me pregunto cuántas millas llevaré
ya», dijo en voz alta. «Debo de estar cerca del centro de la tierra. Veamos: el
centro estará a unas cuatro mil millas, creo...» (como veis, Alicia había
aprendido varias cosas de este tipo en el colegio, y aunque no era ésta muy
buena ocasión para presumir de lo que sabía, ya que no había nadie que la
escuchase, sin embargo, era buena práctica repetirlo) «... sí, creo que es ésa
la distancia... pero entonces, ¿en qué Latitud y Longitud me encuentro?»
(Alicia no tenía la menor idea de lo que eran Latitud y Longitud, pero le
pareció que eran palabras importantes).
Luego empezó otra vez: «¡No sé si
atravesaré la tierra de parte a parte en la caída!
¡Qué divertido sería aparecer entre
la gente que anda cabeza abajo! Los antipatías,
creo...» (casi se alegró de que no
hubiese nadie escuchando esta vez, ya que no le sonó correcta la palabra, ni
mucho menos) «... pero tendré que preguntarles cómo se llama el país,
naturalmente: Por favor, señora, ¿es esto Nueva Zelanda o Australia?»
(y al decirlo trató de hacer una
reverencia...¡figuraos, haciendo reverencias mientras caía por los aires!
¿Podríais hacerlas vosotros?)
«¡Qué niña más ignorante pensaría
la señora que soy, por preguntarlo! No, no conviene preguntar; quizá lo vea
escrito en alguna parte».
Siguió cayendo, cayendo, cayendo.
No tenía otra cosa que hacer, así que en seguida
se puso a hablar otra vez: «¡Creo
que Dinah me va a echar mucho de menos esta noche!»
(Dinah era la gata)5. «Espero que
se acuerden de darle su plato de leche a la hora de
la cena. ¡Mi querida Dinah! ¡Cómo
me gustaría que estuvieses aquí abajo conmigo! Me
temo que no hay ratones en el aire;
pero podrías cazar algún murciélago, que es muy parecido a un ratón. Aunque no
sé si comerán murciélagos los gatos». Aquí empezó Alicia a sentirse soñolienta,
y siguió diciéndose, medio en sueños: «¿Comerán murciélagos los gatos? ¿Comerán
murciélagos los gatos?», y de cuando en cuando, «¿Comerán gatos los
murciélagos?», pues comprenderéis que, como no sabía contestar a ninguna de las
dos preguntas, no importaba mucho que las hiciera de una forma o de otra. Notó
que se estaba quedando dormida; y había empezado a soñar que andaba de la mano
con Dinah, a la que le preguntaba muy seria: «A ver, Dinah, dime la verdad: ¿te
has comido alguna vez un murciélago?», cuando de repente, ¡bum! ¡bum!, cayó
encima de un montón de ramas y hojas secas, y concluyó la caída.
Alicia no se había hecho ni pizca
de daño, y al instante se puso en pie de un salto,
miró hacia arriba, pero estaba
totalmente oscuro, ante sí vio otro largo pasadizo, y aún
tenía a la vista al Conejo Blanco
que se alejaba presuroso por él. No había un instante
que perder: allá fue Alicia, veloz
como el viento, y llegó justo a tiempo de oírle decir:
«¡Ah, por mis orejas y mis bigotes,
qué tarde se me está haciendo!». Estaba muy cerca de él, pero al torcer en un
recodo no vio ya al Conejo, se encontró en una sala larga
y baja, iluminada por una fila de
lámparas que colgaban del techo.
Había puertas alrededor de toda la
sala, pero estaban todas cerradas; y cuando Alicia hubo recorrido todo un lado
y todo el otro, probando a abrir cada una de ellas, se
dirigió decepcionada al centro,
pensando cómo conseguiría salir.
De repente, descubrió una mesita de
tres patas, toda hecha de cristal macizo: no tenía
encima más que una minúscula
llavecita de oro, y lo primero que se le ocurrió a Alicia
fue que quizá perteneciese a una de
las puertas de la sala; pero ¡ay!, o las cerraduras
eran demasiado grandes, o la
llavecita demasiado pequeña; el caso es que no abría
ninguna. Sin embargo, al
recorrerlas por segunda vez, descubrió una cortina baja en la
que no había reparado antes, y detrás
encontró una puertecita de quince pulgadas de
alto: probó la llavecita de oro en
su cerradura, y para su alegría ¡entró! Alicia abrió la puerta y vio que
comunicaba con un pasadizo diminuto, no mucho más amplio que una ratonera: se
arrodilló, miró por este pasadizo y descubrió el jardín más hermoso que hayáis
visto jamás. ¡Cómo deseó salir de la oscura sala y deambular por entre aquellos
arriates de flores brillantes y aquellas frescas fuentes ¡; pero no podía ni
meter la cabeza por el vano de la puerta; «y aunque me cupiera la cabeza», pensó
la pobre Alicia, «de poco me valdría sin los hombros. ¡Ah, cómo me gustaría
plegarme como un catalejo! Creo que podría, si supiese empezar». Pues, como
veis, le habían sucedido tantas cosas extraordinarias últimamente, que empezaba
a pensar que había poquísimas que fueran realmente imposibles.
Parecía inútil seguir esperando
junto a la puertecita, así que regresó a la mesa, casi con
la esperanza de encontrar otra
llave encima, o en todo caso un libro de instrucciones sobre cómo plegarse como
un catalejo: esta vez encontró un frasquito («que desde luego no estaba aquí
antes», se dijo Alicia); y atada al cuello del frasquito había una etiqueta con
la palabra «BÉBEME» primorosamente escrita con letras grandes.
Eso de «bébeme» estaba muy bien;
pero la prudente Alicita no se iba a beber aquello
sin más ni más. «No; primero», se
dijo, «miraré a ver si pone "veneno" por alguna parte
o no»; porque había leído varios
cuentos muy bonitos sobre niños que se habían abrasado o habían sido devorados
por fieras salvajes y demás cosas desagradables, sólo por no haber tenido en
cuenta los sencillos consejos que sus amigos les habían enseñado; tales como
que un atizador al rojo te quemará si lo tienes cogido demasiado tiempo, o que si
te haces un corte muy profundo con un cuchillo, lo normal es que sangres; y
ella nunca olvidaba que si bebes demasiado de una botella donde pone «veneno»,
lo más seguro es que te pase algo, tarde o temprano.
Sin embargo, en este frasco no
ponía «veneno», así que Alicia decidió probarlo; y, al encontrarlo delicioso
(de hecho, su sabor era una mezcla de tarta de cerezas, flan,piña,
pavo asado, caramelo y tostadas calientes
con mantequilla), se lo terminó todo en un santiamén.
—¡Qué sensación más rara! —dijo Alicia—,
¡me debo de estar encogiendo como un catalejo!
Y en efecto: ahora sólo medía diez
pulgadas; y se le iluminó la cara ante la idea de que ahora tenía la estatura
adecuada para cruzar aquella puertecita que daba al hermoso
jardín. Primero, no obstante,
esperó unos minutos para ver si se seguía encogiendo: se
sentía un poco preocupada por este
motivo: «porque», se dijo Alicia, «podría terminar
desapareciendo del todo, como una
vela. ¿Cómo sería entonces?». Y trató de imaginar
cómo es la llama de una vela cuando
se la apaga de un soplo, ya que no recordaba
haber visto nunca una cosa así. Al
cabo de un rato, viendo que no ocurría nada más, decidió entrar en seguida en
el jardín; pero, ¡ay, pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, descubrió que
había olvidado la llavecita de oro, y al volver a la mesa para recogerla, se
encontró con que no alcanzaba: podía verla con toda claridad a través del cristal,
y trató de trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado
resbaladiza; y cuando se hartó de intentarlo, la pobre se sentó y se echó a
llorar.
—¡Vamos, no sirve de nada llorar de
esta manera! —se dijo Alicia a sí misma con cierta severidad—. ¡Te recomiendo
que dejes de hacerlo ahora mismo! —por lo general, solía
darse a sí misma muy buenos
consejos (aunque muy raramente los seguía); y a veces
se regañaba con tanto rigor que le
asomaban las lágrimas a los ojos; aún se acordaba
de haber intentado una vez darse
una bofetada por hacerse trampas jugando al croquet
consigo misma, ya que esta niña
singular era muy aficionada a hacer como que era
dos personas distintas. « ¡Pero
esta vez», pensó Alicia, «es inútil hacer de dos personas!
¡Apenas queda de mí lo bastante
como para hacer de una sola!».
Su mirada no tardó en descubrir una
cajita de cristal debajo de la mesa: la abrió, y
encontró una tarta minúscula sobre
la que estaba preciosamente escrita con grosellas la
palabra «CÓMEME». «Bueno, me la
comeré», dijo Alicia: «si me hace aumentar de tamaño, podré coger la llave; y
si me hace disminuir, podré deslizarme por debajo de la
puerta: ¡De modo que, suceda lo que
suceda, podré entrar en el jardín!».
Comió un poquitín de la tarta, y se
dijo ansiosamente: «¿Qué pasará» ¿Qué pasará?», sosteniendo la mano a la altura
de la cabeza para comprobar si menguaba o crecía;
y se quedó sorprendida al ver que
seguía teniendo el mismo tamaño. Naturalmente, esto es lo que suele ocurrir
cuando comemos tarta; pero Alicia estaba tan acostumbrada
a esperar que no le pasaran más que
cosas raras, que le pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera
siendo normal.
Así que se puso manos a la obra, y
en un periquete se acabó la tarta.
CAPÍTULO
VII
Una Merienda de Locos
Había una mesa
puesta bajo un árbol, delante de la casa, en la que la Liebre de Marzo y el
Sombrerero estaban tomando el té; sentado entre los dos había un Lirón
profundamente dormido, al que ambos utilizaban como cojín, apoyando el codo en
él y hablando por encima de su cabeza. «¡Qué incómodo para el Lirón!», pensó
Alicia; «claro que, como está dormido, imagino que no le importa».Era una mesa
grande, pero los tres estaban apretujados en un extremo.
—¡No hay sitio!
¡No hay sitio! exclamaron al ver llegar a Alicia.
—¡Hay sitio de
sobra —dijo Alicia indignada, y se sentó en un amplio sillón, junto
a una de las
esquinas de la mesa.
—Toma un poco de
vino —dijo la Liebre de Marzo en tono conciliador.
Alicia miró por
toda la mesa, pero no había más que té.
—Yo no veo vino
—comentó.
—No lo hay —dijo
la Liebre de Marzo.
—Entonces, no es
muy cortés por su parte ofrecérmelo —dijo Alicia con enfado.
—Tampoco lo es
por la tuya sentarte sin ser invitada —dijo la Liebre de Marzo.
—Yo no sabía que
la mesa era de usted
—dijo Alicia—:
está puesta para muchísimos más de tres.
—Necesitas un
corte de pelo —dijo el Sombrerero; hacía rato que miraba a Alicia con mucha
curiosidad, y eso fue lo primero que dijo.
—Debería aprender
a no hacer comentarios personales —dijo Alicia con cierta severidad—; es de muy
mala educación. El Sombrerero abrió los ojos desmesuradamente al oír esto; pero
todo lo que dijo fue:
—¿En qué se
parece un cuervo a un escritorio?
«¡Bueno, al fin
nos vamos a divertir un poco!», pensó Alicia. «Me alegro de que nos pongamos a
jugar a las adivinanzas...»
—Creo que ésa la
sé —añadió en voz alta.
—¿Quieres decir
que crees que sabes la solución?
—dijo la Liebre
de Marzo.
—Exactamente
—dijo Alicia.
—Entonces debes
decir lo que piensas
—prosiguió la
Liebre de Marzo.
—Lo hago —replicó
Alicia apresuradamente—;al menos... al menos pienso lo que digo... que es lo mismo.
—¡Ni mucho menos!
—dijo el Sombrerero—.¡Vamos, es como si dijeses que «veo lo que como» es lo
mismo que «como lo que veo»!
—¡Es como si
dijeses! —añadió la Liebre de Marzo— ¡que «me gusta lo que tengo» es lo mismo
que «tengo lo que me gusta»!
—¡Es como si
dijeses —añadió el Lirón, que pareció hablar en sueños— que «respiro cuando
duermo» es lo mismo que «duermo cuando respiro»!
—Será lo mismo
para ti —dijo el Sombrerero; y aquí cesó la conversación, y el grupo se quedó
en silencio durante un minuto, mientras Alicia repasaba todo lo que recordaba
sobre cuervos y escritorios, lo cual no era mucho.
El primero en
romper el silencio fue el Sombrerero.
—¿A cómo estamos
hoy? —dijo, volviéndose a Alicia: se había sacado el reloj del bolsillo, y lo
consultaba inquieto, sacudiéndolo de cuando en cuando, y llevándoselo al oído.
Alicia reflexionó un poco, y luego dijo:
—A cuatro.
—¡Va retrasado
dos días! —suspiró el Sombrerero—. ¡Ya te dije que no le iría
bien la
mantequilla a la maquinaría! —añadió, mirando furioso a la Liebre de Marzo.
—Era mantequilla
de la mejor —replicó la Liebre de Marzo humildemente.
—Sí, pero deben
de haberse metido migas también —refunfuñó el Sombrerero—; no debías habérsela
puesto con el cuchillo del pan. La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo miró
melancólicamente; luego lo sumergió en su taza de té, y lo volvió a mirar; pero
no se le ocurrió otro comentario que el que había hecho al principio: «Era
mantequilla de la mejor». Alicia había estado observando por encima del hombro
con cierta curiosidad:
—¡Qué reloj más
raro!—comentó—. ¡Indica los días del mes, en vez de las horas!
—¿Por qué había
de hacerlo? —murmuró el Sombrerero—. ¿Indica tu reloj los años?
—¡Desde luego que
no! —replicó Alicia con presteza—; pero es porque se está mucho tiempo seguido
en el mismo año.
—Ése es
exactamente el caso del mío, dijo el Sombrerero. Alicia se sintió terriblemente
desconcertada.
Le pareció que
las palabras del Sombrerero no tenían sentido; sin embargo, no cabía duda de
que hablaba su mismo idioma: «No le comprendo del todo», dijo lo más
cortésmente que pudo.
—El Lirón se ha
vuelto a dormir —dijo el Sombrerero, y le vertió un poco de té caliente
en el hocico. El
Lirón sacudió la cabeza con impaciencia,
y dijo, sin abrir
los ojos: «Por supuesto, por supuesto; es precisamente lo que yo iba a decir».
—¿Sabes ya la
solución de la adivinanza?
—dijo el
Sombrerero, volviéndose de nuevo a Alicia.
—No, me rindo
—replicó Alicia—. ¿Cuál es?
—No tengo ni la menor
idea —dijo el Sombrerero.
—Ni yo —dijo la
Liebre de Marzo. Alicia suspiró con cansancio. «Creo que podían emplear el
tiempo mejor —dijo—, en vez de perderlo en adivinanzas que no tienen solución.»
—Si tú conocieses
al Tiempo como yo
—dijo el Sombrerero—,
no hablarías de perderlo. Es él.
—No sé qué quiere
decir —dijo Alicia.
—¡Claro que no lo
sabes! —dijo el Sombrerero, echando la cabeza hacia atrás con desdén—. ¡Creo
que ni siquiera has hablado nunca con el Tiempo!
—Tal vez no
—replicó Alicia precavidamente—; pero sé que tengo que marcar el tiempo cuando
estudio música.
—¡Ah! Eso lo
explica todo —dijo el Sombrerero—. Él no soporta que le marquen. Pero si
mantuvieras buenas relaciones con él, haría casi lo que tú quisieras con el
reloj. Por ejemplo, suponte que fueran las nueve de la mañana, justo la hora de
empezar las clases: no tendrías más que susurrarle una indicación al Tiempo, ¡y
allá que iría el reloj en un abrir y cerrar de ojos! ¡La una y media, hora de
irse a comer! (—Me encantaría que lo fuera ya —susurró para sí la Liebre de
Marzo.)
—Sería
maravilloso, desde luego —dijo Alicia pensativa—; pero entonces... no tendría
hambre.
—Al principio
quizá no —dijo el Sombrerero—; pero podrías hacer que fuera la una y media el
tiempo que quisieras.
—¿Hace usted eso?
—preguntó Alicia. El Sombrerero negó tristemente con la cabeza.
«¡Desde luego que
no! —replicó—. Nos peleamos el mes de marzo pasado... poco antes de que ésta se
volviera loca... —señalando con la cucharilla del té a la Liebre de
Marzo—. Fue en el
gran concierto que dio la Reina de Corazones, donde yo tenía que
cantar:
«¡Tiembla, tiembla, murcielaguito! ¡Yo no sé qué tramarás!»
—¿Conoces la
canción por casualidad?
—Me parece que la
he oído —dijo Alicia.
—Pues verás
—continuó diciendo el Sombrerero—; sigue así: «Por encima del mundo, vuela cual
bandeja de té por los aires. Tiembla, tiembla...» Aquí el Lirón se sacudió, y
empezó a cantar en sueños: «Tiembla, tiembla, tiembla, tiembla...», y así
siguió durante tanto tiempo, que tuvieron que pellizcarle para que parase.
—Bueno, pues
apenas había terminado la primera estrofa —dijo el Sombrerero cuando chilló la
Reina: «¡Está matando el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!».
—¡Qué crueldad!
—exclamó Alicia. —Y desde entonces —prosiguió el Sombrerero
con tristeza—,
¡no quiere hacer lo que le pido! Ahora siempre son las seis. A Alicia le vino a
la cabeza una idea luminosa.
—¿Es ésa la razón
por la que ponen tantos servicios de té en la mesa? —preguntó.
—Sí, ésa es —dijo
el Sombrerero con un suspiro—: siempre es la hora del té, y no nos da tiempo a
fregar las tazas entremedias.
—Entonces tienen
que ir cambiando de sitio, ¿no? —dijo Alicia.
—Exactamente
—dijo el Sombrerero—: a medida que las vamos ensuciando.
—Pero, ¿qué
ocurre cuando tienen que empezar de nuevo? —se atrevió a preguntar Alicia.
—¿Y si cambiamos
de tema? —interrumpió la Liebre de Marzo, bostezando—.
Me estoy cansando
de eso. Propongo que esta señorita nos cuente un cuento.
—Me temo que no
sé ninguno —dijo Alicia, algo alarmada ante la sugerencia.
—¡Entonces que lo
cuente el Lirón! —exclamaron los dos—. ¡Despierta, Lirón! —y le pellizcaron por
los dos lados a un tiempo. El Lirón abrió los ojos lentamente. «No
estaba dormido
—dijo con voz ronca y débil—; he oído todo lo que hablabais.»
—¡Cuéntanos un
cuento! —dijo la Liebre de Marzo.
—¡Sí, por favor!
—suplicó Alicia.
—Y hazlo de prisa
—añadió la Liebre—; no sea que te vuelvas a dormir antes de haber terminado.
—Había una vez
tres hermanitas —empezó apresuradamente el Lirón—, que se
llamaban Elsie,
Lacie y Tillie, y vivían en el fondo de un pozo...
—¿Y de qué se
alimentaban? —dijo Alicia, siempre interesada por las cuestiones de comer y
beber.
—Se alimentaban
de melaza10 —dijo el Lirón, después de pensarlo un minuto o dos.
—No habrían
podido —comentó Alicia suavemente—. Se habrían puesto malas.
—Y se pusieron
—dijo el Lirón—: se pusieron malísimas. Alicia trató de imaginar un poco cómo
sería tan extraordinaria manera de vivir, pero se sentía demasiado perpleja; de
modo que siguió preguntando:
—Pero, ¿por qué
vivían en el fondo de un pozo?
—Toma un poco más
de té —le dijo la Liebre de Marzo a Alicia, muy seria.
—Todavía no he
tomado nada —replicó Alicia en tono ofendido—, así que no puedo tomar más.
—Dirás que no puedes
tomar menos
—terció el
Sombrerero—: es muy fácil tomar más que nada.
—Nadie le ha
pedido su opinión —dijo Alicia.
—¿Quién está
haciendo comentarios personales ahora? —preguntó el Sombrerero triunfalmente.
Alicia no supo qué contestar a esto; así que se sirvió un poco de té y pan con
mantequilla; luego se volvió hacia el Lirón, y repitió la pregunta: ¿Por qué
vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se tomó
otra vez un minuto o dos para pensarlo, y luego dijo:
—Era un pozo de
melaza.
—¡Eso no existe!
—empezó Alicia muy enfadada, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo sisearon:
«¡Chist! ¡Chist!», y el Lirón comentó de mal humor: «Si no te comportas con
educación, será mejor que termines tú el cuento».
—¡No, por favor,
continúa! —dijo Alicia humildemente—. No le volveré a interrumpir otra vez.
Incluso creo que puede que exista uno.
—¡Pues claro que
existe! —dijo el Lirón indignado. Sin embargo, accedió a proseguir—: Así que
las tres hermanitas... estaban aprendiendo a sacar...
—¿Qué sacaban?
—dijo Alicia, olvidando por completo su promesa.
—Melaza —dijo el
Lirón, sin pararse a pensar esta vez.
—Quiero una taza
limpia —interrumpió el Sombrerero—; cambiémonos de sitio. Se cambió mientras
hablaba, y el Lirón le siguió; la Liebre de Marzo ocupó el sitio del Lirón, y
Alicia, de mala gana, se sentó en el de la Liebre de Marzo. El Sombrerero era
el único que salía beneficiado con el cambio; y Alicia se encontró peor que
antes, ya que la Liebre de Marzo acababa de derramar la jarra de la leche en su
plato. Alicia no quiso ofender al Lirón otra vez, así que empezó muy
cautamente:
—Pero no
comprendo. ¿De dónde sacaban la melaza?
—De un pozo de
agua se puede sacar agua—dijo el Sombrerero—; así que imagino que de un pozo de
melaza se podrá sacar melaza... ¿no, tonta?
—Pero ellas
estaban dentro del pozo—dijo Alicia al Lirón, prefiriendo no darse por enterada
de este último comentario.
—Por supuesto que
lo estaban —dijo el Lirón—: y bien dentro. Esta respuesta confundió tanto a la
pobre Alicia, que dejó al Lirón que siguiera durante un rato sin interrumpirle.
—Estaban
aprendiendo a sacar... y a dibujar—siguió el Lirón, bostezando y frotándose los
ojos, ya que le estaba entrando sueño—, toda clase de cosas... todo lo que
empezaba por M...
—¿Por qué por M?
—dijo Alicia.
—¿Por qué no?
—dijo la Liebre de Marzo. Alicia se quedó callada. Al Lirón se le habían
cerrado ya los ojos, y empezaba a cabecear; pero al pellizcarle el Sombrerero,
volvió a despertarse con un pequeño alarido, y prosiguió: «... Lo que empieza
por M; como matarratas, mar, memoria y magnitud; como cuando decimos que las
cosas que son «más o menos lo mismo»; ¿has visto alguna vez dibujar una
magnitud?
—La verdad: ahora
que me lo preguntas —dijo Alicia muy confusa—, no creo...
—Entonces no
hables —dijo el Sombrerero. Esta muestra de descortesía era más de lo que
Alicia podía soportar: se levantó indignada, y se fue; el Lirón se quedó
dormido instantáneamente, y ninguno de los otros dos se dio por enterado de su
marcha, aunque ella se volvió una o dos veces, medio esperando que la llamasen;
la última vez que les vio, estaban tratando de meter al Lirón en la tetera.
—¡De todos modos,
no volveré! —se dijo Alicia, mientras se internaba por el bosque—. ¡Es el té más
estúpido al que he asistido en toda mi vida! Nada más decir esto, observó que
uno de los árboles tenía una puerta que daba acceso a su interior. «¡Qué cosa
tan curiosa!», pensó Alicia. «Aunque hoy todo es curioso. Creo que voy a
meterme por aquí sin más». Y se metió.
Otra vez se
encontró en la sala larga, y junto a la mesita de cristal. «Bueno, ahora haré
las cosas mejor», se dijo a sí misma; y empezó por coger la llavecita de oro, y
abrir la puerta que conducía al jardín. Luego se puso a mordisquear la seta (se
había guardado un trocito en el bolsillo) hasta que tuvo un pie de estatura;
entonces se internó por el pasadizo; y a continuación... se encontró en el
hermoso jardín, entre brillantes macizos de flores y frescas fuentes.
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